viernes, 19 de noviembre de 2010

Lovecraft por Borges

Jorge Luis Borges no fue indiferente a las pesadillas cósmicas imaginadas por el genial Howard Phillips Lovecraft, el ermitaño escritor de Providence, EU, que renovó el género de terror en la literatura y que solo vino a ser reconocido como un gran creador mucho tiempo después. Borges urdió un homenaje a Lovecraft digno de ambos llamado 'There are more things', un relato perturbador sobre criaturas venidas allende los espacios, que nada tienen que ver con las estereotipadas y casi infantiles imágenes con las que Hollywood pretende arrancarnos sustos y dólares.
Helo aquí:


There are more things

Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía.
SHAKESPEARE, William


Por Jorge Luis Borges
A la memoria de Howard P. Lovecraft

A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del continente. Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que erigimos en el piso del escritorio.
Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.
La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo.
Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor. Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la capital se encargó de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.
Tales noticias, como es de suponer,, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a Alexandder Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor William Morris.
El diálogo fue parco; no en vano ell símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercabba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.
—Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha costeado hasta aquí para que hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.
Al rato, prosiguió sin premura:
—Antes que Edwin muriera, el intenddente me citó en su despacho. Estaba con el cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
—¿Eso es todo? —me atreví a pregunttar.
—No. El judezno ese de Preetorius qquería que yo destruyera mi obra y que en su lugar perge¬ñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.
Pronunció estas palabras con graveddad y se puso de pie.
Al doblar la esquina se me acercó DDaniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la que yo esperaba.
—Soy el brazo derecho de don Felipee. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no era para menos.
Muy enojado, agregó una mala palabrra. Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?
Esa tarde pasé frente a la casa. Ell portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa hondura y los bordes estaban pisoteados.
Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo vana sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.
Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el 19 de enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y ultrajado por el verano sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.
Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de la luz.
El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared divisoria, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.
Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla superior.
¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?
Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.
Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Leonora

He visto las pinturas de Leonora Carrington. He alucinado. Más tarde he leído los ¿cuentos? ¿historias? que escribió. He vuelto a alucinar. Es el surrealismo, una voz que transgrede la forma, la lógica. Es una voz infantil y mágica. No es una literatura muy depurada y sonará chocante tal vez a alguna sensibilidad. Pero es una voz honesta, fiel a sus fantasmas. Nacida en el Reino Unido en 1917, Leonora rerorrerá esa Europa trastornada por la guerra, creará, amará, luchará, huirá de la persecusión del fascismo, enloquecerá, recobrará la lucidéz y se asentará en el México que ha hecho suyo, que la ha hecho suya para nunca más dejarla ir. He aquí una de esas historias.



La debutante




En la época que fui debutante, solía ir a menudo al parque zoológico. Iba tan a menudo que conocía más a los animales que a las chicas de mi edad. Era porque quería huir del mundo, por lo que me hallaba a diario en el zoológico. El animal que mejor llegué a conocer fue una hiena joven. Ella me conocía a mí también. Era muy inteligente. Le enseñé a hablar francés y a cambio ella me enseñó su lenguaje. Así pasamos muchas horas agradables.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. ¡Lo qué sufrí durante noches enteras! Siempre he aborrecido los bailes; sobre todo los que se daban en mi honor.
La mañana del uno de mayo de 1934, fui muy temprano a visitar a la hiena.
-¡Qué asco! -le dije-. Esta noche me toca asistir a mi baile.
-Tienes suerte -dijo ella-; a mí me encantaría ir. No sé bailar, pero en cambio sabría mantener una conversación.
-Habrá muchas cosas de comer -dije-. He visto llegar a casa carros repletos de comida.
-Y aún te quejas -replicó la hiena con desaliento-. Mírame a mí: yo sólo como una vez al día, y me tienen jeringada con tanta bazofia.
Se me ocurrió una idea audaz; estuve a punto de echarme a reír.
-No tienes más que ir en mi lugar.
-No nos parecemos lo bastante; si no, con gusto iría -dijo la hiena un poco triste.
--Escucha -dije-, con las luces de la noche no se ve muy bien. Con que te disfraces un poco, nadie se fijará en ti en medio de la multitud. Además, tenemos casi la misma estatura. Eres mi única amiga; anda, hazlo por mí. Por favor.
Se puso a pensar en esta posibilidad. Comprendí que estaba deseosa de aceptar.
-De acuerdo -dijo de repente.
No había muchos guardianes cerca, dado lo temprano de la hora. Abrí rápidamente la jaula, y en un instante estuvimos en la calle. Llamé un taxi. En casa, todo el mundo estaba aún en la cama. Una vez en mi cuarto, saqué el vestido que debía ponerme por la noche. Era un poco largo, y la hiena andaba con dificultad con mis zapatos de tacón alto. Encontré unos guantes con que ocultarle las manos, demasiado peludas para parecerse a las mías. Cuando el sol iluminó mi habitación, la hiena dio varias vueltas alrededor, andando más o menos derecha. Estábamos tan ocupadas que mi madre, que entró a darme los buenos días, estuvo a punto de abrir la puerta antes de que la hiena se escondiera debajo de la cama.
-Esta habitación huele mal -dijo mi madre, abriendo la ventana-; antes de esta noche date un baño con mis nuevas sales.
-Por supuesto -le dije.
No se entretuvo mucho. Creo que el olor era demasiado fuerte para ella.
-No te retrases para el desayuno -dijo al irse.
Lo más difícil fue encontrar un disfraz para la cara de la hiena. Estuvimos buscando horas y horas: rechazaba todas mis sugerencias. Por fin dijo:
-Creo que he encontrado la solución. ¿Tenéis criada?
-Sí -dije, perpleja.
-Pues verás: vas a llamar a la criada; cuanto entre, nos lanzamos sobre ella y le arrancamos la cara; llevaré su cara esta noche en lugar de la mía.
-No lo veo muy práctico -dije yo-. Probablemente se morirá en cuanto pierda la cara: alguien encontrará su cadáver, y nos meterán en la cárcel.
-Tengo la suficiente hambre como para comérmela -replicó la hiena.
-¿Y los huesos?
-También -dijo-. ¿Te parece bien?
-Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara. Si no, le va a doler demasiado.
-Bueno, eso me da igual.
Llamé a Marie, la criada, no sin cierto nerviosismo. Desde luego, no lo habría hecho si no odiara tanto los bailes. Cuando entró Marie, me volví de cara a la pared para no verlo. Debo reconocer que no tardó nada. Un breve grito, y se acabó. Mientras la hiena comía, estuve mirando por la ventana. Unos minutos después, dijo.
-Ya no puedo más; aún me quedan los pies, pero si tienes una bolsa, me los comeré más tarde, a lo largo del día.
-En el armario encontrarás una bolsa bordada con flores de lis. Saca los pañuelos que tiene y quédatela.
Hizo lo que le había indicado. A continuación, dijo:
-Date la vuelta ahora y mira qué guapa estoy.
Delante del espejo, la hiena se admiraba con el rostro de Marie. Se lo había comido todo cuidadosamente hasta el borde de la cara, de forma que quedaba justo lo que le hacía falta.
-Es verdad -dije-; lo has hecho muy bien.
Hacia el atardecer, cuando la hiena estuvo completamente vestida, declaró:
-Me siento en plena forma. Me da la impresión de que voy a tener un gran éxito esta noche.
Después de oír un rato la música de abajo, le dije:
-Ve ahora, y recuerda que no debes ponerte junto a mi madre: seguramente se daría cuenta de que no soy yo. Aparte de ella, no conozco a nadie. Buena suerte -le di un beso para despedirla, aunque exhalaba un olor muy fuerte.
Se había hecho de noche. Cansada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana, entregándome a al paz y el descanso. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Al cabo de una hora, quizá, surgió el primer signo de inquietud. Un murciélago entró por la ventana profiriendo grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso. Me escondí detrás de una silla, castañeteándome los dientes. Apenas me había arrodillado, cuando un gran ruido procedente de la puerta sofocó el batir de alas. Entró mi madre, pálida de furia.
-Acabábamos de sentarnos a la mesa -dijo-, cuando el ser ese que ha ocupado tu sitio se ha levantado gritando: "Con que mi olor es un poco fuerte, ¿eh? Pues no como pasteles." A continuación se ha arrancado la cara y se la ha comido. Después ha dado un gran salto y ha desaparecido por la ventana

jueves, 22 de julio de 2010

Las apariencias

¿Qué son las apariencias? ¿un engaño de los sentidos? ¿ el torvo reflejo de nuestros prejuicios proyectado sobre la realidad que captamos? ¿un ardid de alguien que quiere algo de nosotros? ¿una máscara social? Las apariencias nos pueden confundir. Nos pueden hacer perder de vista lo absurdo o lo asombroso que está a punto de suceder a nuestro alrededor.


El volador


"¡Déjenme!, ¡déjenme!" , gritaba el hombre mientras los guardias intentaban asirlo por el cuello. "¡Déjenme!", insistía mientras forcejeaba con una fuerza que no se correspondía con su edad aparente. Tenía el rostro surcado por arrugas profundas, la piel se veía áspera y sucia y los ojos, hundidos en unas cuencas huesudas, minerales, le conferían una expresión sombría.De la cabeza pálida como un hueso, le nacían irregulares y largos mechones de pelo blanco. Vestía un ruinoso gabán de corduroy y un pantalón de dril gastado por el uso y el tiempo. Los pies cargaban unas cosas oscuras que bien podrían ser botas pesadas o zapatos de trabajo, indistinguibles bajo la costra de mugre y lodo que los cubría.Una inmensa joroba crecía en su espalda deformando su cuerpo de manera grotesca. Tres guardias fornidos y rudos, curtidos en el combate urbano, no podían vencer la resistencia del aparentemente frágil viejecillo que prácticamente los arrastraba por las calles del barrio bajo la mirada silenciosa de los vecinos que observaban la escena con una mezcla de asombro, indignación y burla. Los guardias habían encontrado al abuelo en una esquina, de madrugada, haciendo unos movimientos muy raros. Creyeron que estaba borracho y lo conminaron a acompañarlos hasta la estación de policía para averiguaciones sobre sus generales y para que pasara la resaca en un lugar menos inseguro. Pero él no quiso ir. "¡Ya verán! ¡ya verán!", les decía el anciano con furia mientras los uniformados intentaban retomar el control de la situación. Los tres mocetones sudaban y jadeaban mientras trataban, en vano, reducir al viejo. Altas nubes grises se alzaban en un día sin sol. Mas allá de la última calle del vecindario se extendían los amplios baldíos que marcaban el límite de la ciudad. Algunas vacas pastaban parsimoniosas e indiferentes un poco más allá. De repente, el anciano se les zafó de las manos a los guardias y salió corriendo. Antes de que pudieran agarrarlo otra vez, el viejo se despojó del gabán, desplegó unas enormes alas blancuzcas y sucias y remontó el vuelo. Desde el aire, escupía maldiciones.

lunes, 12 de julio de 2010

Bocas

Una mirada sin ojos, sangrante, nos mira. Con miedo, con rabia,con dolor. Una mirada que miraba el mundo de colores, el río, la montaña, los sembradíos infinitos, la mirada transparente de los niños, la mirada sabia de los abuelos. No una mirada, sino varias, muchas, que ya no pueden mirar el mundo. Una mirada sin ojos nos reclama en silencio nuestra indiferencia, nuestra inacción, nos dice que no nos sintamos satisfechos, ni seguros. Porque los otros ya vienen por nosotros. Vienen también por nuestra mirada, porque los ha visto y por nuestra libertad, porque la envidian y por nuestra boca, como en Bocas, porque habla y por nuestras manos, porque están limpias y por nuestra mente, porque les falta y por nuestro corazón, porque no tienen. También para ellos somos los terroristas de aire de una conspiración imaginaria que enciende las telarañas del pánico en la cabeza vacía de un loco que se ha sentado en la silla del poder gracias al arrebato repentino de una mayoría de ciegos con ojos.

viernes, 9 de julio de 2010

Vlady

Discípula de Borges y de Bioy, Vlady Kociancich (Buenos Aires, 1941) tiene una prosa que, por lo menos a mí, me estremece."Estudió Letras e inglés antiguo junto a Jorge Luis Borges. Fue periodista, crítica literaria y traductora. Los viajes, el gusto por la literatura anglosajona y una particular visión de Buenos Aires han signado todos sus libros, que fueron traducidos a varios idiomas", dice de ella el sitio Literatura argentina contemporánea(http://www.literatura.org/Kociancich/Kociancich.html.)
No sé si será el cuidado en la expresión, o el manejo de la tensión o las historias que elige contar. Hay una magia y una densidad que es difícil hallar hoy en otras escritoras de generaciones más recientes. Yo la pondero y la celebro. He aquí un texto de ella.



La mujer de Liñares



Daisy A. de Liñares despertó una noche de junio para no dormirse nunca más. La muerte del sueño llegaría tarde a su conciencia, día tras día, hora tras hora, por negros pasadizos de angustia, pero ocurrió esa noche, como la voladura de un puente: primero la explosión, luego el humo, finalmente el vacío.
Se encontró sentada en la cama, sin aire y temblando de estupor. Instintivamente había puesto una mano sobre la espalda de Liñares. La retiró con una brusquedad no menos instintiva. Espantada, comprendió que el primer movimiento en busca del cuerpo de Liñares pertenecía al pasado y al amor, el segundo a la repugnancia. Y se sintió caer en esa leve raya trazada por la fatalidad como en una grieta cuya hondura alcanzaba el centro de la tierra.
Cuando pudo salir, vio que ya había prendido el velador, ya se deslizaba fuera de la cama, del dormitorio, hacia la sala, apretando llaves de luz, tiritando de frío en un camisón demasiado liviano, rogando que Liñares no se despertara.
Estaban en Berlín y era junio. Se dio cuenta de que repetía en voz baja Berlín y junio como mensajes que le ordenaban transmitir y que temía olvidar. Pensó en la sonrisa divertida de Liñares si pudiera escucharla, en la tutela afectuosa de Liñares sobre los tropiezos que daba, en la gracia con que Liñares narraría a los amigos otra anécdota más, otro párrafo para la antología titulada Mi mujer, edición de autor que circulaba adherida a los libros de Enrique Liñares, el famoso escritor, y también pensó, inconsecuentemente, en su terrible vergüenza de una tarde, cuando Liñares dijo en público, riendo, mientras la abrazaba:
–Me llama Liñares, como una señora de barrio.
La mujer de Liñares tenía treinta y dos años, aparentaba poco más de veinte. Las hijas sorprendían como hermanas menores de aquella chica rubia, baja, menuda.
No era hermosa. Era apenas bonita y sabía, sin entristecerse, que el contraste de los grandes ojos castaños con ese pelo de oro, la regularidad de los rasgos, la buena figura, sólo llamaban la atención un momento, como las flores que adornan una mesa antes de la comida.
No era inteligente. Le había costado mucho aprender algo de inglés, algo de francés, para desenvolverse sola en las ciudades donde años atrás acampaban con Liñares (sofás prestados, departamentos provisoriamente vacíos, hospedajes misérrimos) y donde ahora residían, con holgura, hasta con una moderada exhibición de lujo.
No era culta. Aunque le gustaba leer y lo había hecho, a saltos, afirmada en la robusta erudición de Liñares, se perdía en cierto humor, cierta ironía, cierto lenguaje, como una polilla golpeándose las alas contra los filamentos de la lámpara. Pero podía jactarse de su buena salud.
Aquel cuerpo de escaso tamaño, femenino hasta el borde de la caricatura, tenía una resistencia de leñador. Había soportado inviernos de Madrid en piezas sin calefacción cuando el hielo destrozaba las cañerías, ella y su hija mayor, entonces la única, abrazadas en la cama bajo mantas y un viejo tapado de piel, mientras Liñares, que no podía escribir, buscaba calor y consuelo emborrachándose en las tascas. Contactos, le explicaba Liñares, y ella pensaba que lo hacía por ella. No los libros espléndidos sino la caza nocturna de amigos influyentes. No la obra sino el aprendizaje de una guerra resumida en la palabra abstracta, contactos, que los pondría de pie en el mundo, que los puso, y que luego se borró de la conversación de los dos como una palabra obsoleta.
La mujer de Liñares era simple y alegre. Liñares no se cansaba de elogiar su risa fácil, las pobres cosas que la divertían, la rapidez para olvidar las bromas esquivas, las alusiones en voz baja o voz alta, según el grado de confianza o de histeria, al lastre conyugal de Liñares, que Liñares y sus amistades, hombres y mujeres de psicología muy compleja, sin pudor, sin mala voluntad, repetían en monótona sucesión, cambiando de papel, de idioma, de escenario, pero nunca de tema (el misterio de que un escritor como Liñares soportara una mujer tan tonta) en el trascurso de los años que llevaban juntos.
Sin ese carácter, o ese don, como lo llamaba Liñares, ?qué hubiera sido del amor de jóvenes que unió un verano de Buenos Aires a la chica preciosa, ignorante empleada de comercio, genes de ama de casa, y al muchacho alto, apuesto como un príncipe de novela y también furiosamente intelectual, ya desdichado, ya escritor, incipiente promesa y colaborando en revistas que morían en el segundo número?
Ella nunca dudó de que serían felices en España, aunque lloró en brazos de la madre cuando debió anunciarle el viaje y soportó la hosca acusación del padre porque se iban sin casarse, aunque la aterraba lo que vendría y vino. Los trabajos mal pagos, las deudas que Liñares contrajo en seguida, la desesperación de Liñares, las semanas enteras con Liñares tirado en la cama, hundido en los vapores de su abatimiento, insultando ebrio, suplicando lúcido, amándola a rachas, tal como escribía, por inspiración, por extravío, porque simplemente le daba la gana, mientras ella limpiaba, lavaba, cocinaba y ganaba el sustento de los dos favorecida por una cabeza sin enredo, una tenacidad que no caía bajo el embate de las imaginaciones y la ayudaba a tomar el ómnibus todas las mañanas a Madrid, todas las noches de vuelta a El Escorial, abriendo y cerrando el tosco círculo de ocho horas de recepcionista con sueldo en negro.
No era celosa. Si alguna admiración despertaba en los amigos de Liñares, la debía a esa virtud tan rara en las mujeres. Más que tolerar aceptaba, con una sabiduría a la que se mezclaba la inocencia, que un hombre inteligente, buen mozo y célebre, atrajera a otras más inteligentes, más hermosas y célebres que ella. Por otra parte, Liñares se aplicaba en no ofenderla.
Salvo cuando bebía demasiado o no podía escribir, ocultaba generosamente sus amores y ella había tardado (ya no) en descubrirlos o que se los descubrieran, como las nostálgicas, muy detalladas cartas de la estudiante del curso que dictó Liñares en Ohio, la voz en el teléfono del hotel de Colonia que llorando le rogó que dejara en paz a Liñares, la progresiva traducción de compromisos nocturnos, viajes y ausencias de Liñares a cuerpos abrazados. Un cuerpo era el del hombre que irremediablemente, amorosamente, volvía a ella. Del otro cuerpo Daisy apartaba la vista.
Era una madre cariñosa. Las chicas la hubieran comprendido sin esos cambios de un país a otro, de una casa a otra casa, y si Liñares no creyera a pi e firme que consintiendo los caprichos de las hijas ganaba un punto de favor sobre los torpes desvelos de la madre, si en nombre de la libertad no estimulara las rebeliones infantiles hasta convertirlas en estallidos de odio contra la carcelera, motines combinados con el sometimiento y el desprecio.
Liñares adoraba a las chicas, insólito en Liñares, que todavía era como un niño y no podía ocuparse de otros niños, nunca se había ocupado, pero era tan bueno en los juegos, en los mimos, en la adhesión casi física a esas miniaturas de ella, como solía describirlas, al punto de jurarle una noche, durante una pelea, que si lo abandonaba tendría que irse sola.
La mujer de Liñares era agradecida. Siempre creyó en el talento de Liñares, creyó que cuando al reconocimiento público se sumara la prosperidad, él se haría cargo con largueza del bienestar de ambos. Liñares cumplió y ella lo agradecía.
Liñares tenía ingenio, además de buen gusto, para hacerle regalos, se acordaba de fechas absurdas, la sorprendía con una caja enorme y una diminuta alhaja adentro o imposibles ramos de rosas. También agradeció la autoridad que empleó Liñares en ayudarla a vestirse mejor, a expresarse mejor, a no humillarlo ante las nuevas relaciones que les impuso la consagración de Liñares. Le agradeció el cambio de su trato, Liñares era más blando ahora, de los furores irracionales de antes apenas conservaba la mirada rápida, iracunda, la frase desdeñosa si había gente con ellos, y algún estallido de violencia doméstica, un jarrón destrozado, un par de copas, un insulto procaz, cuando quedaban solos. Frecuentemente le decía:
–Nunca amé a otra mujer en mi vida, Daisy A. de Liñares.
Ella tampoco había amado a otro hombre, aunque hacía tanto que él no la quería. Lo había amado con la naturalidad animal con que dormía, acomodándose en el amor como se acomodaba en su lado de la cama, confiada en el amor que sentía por Liñares como confiaba en el sueño que la bajaba suavemente a la almohada para borrar del cuerpo, noche a noche, todas las cicatrices de fatiga.
Hasta esta noche.
Era junio y estaban en Berlín. Débilmente, casi con timidez, murmuró:
–Es junio y estamos en Berlín.
Se acercó a la ventana, descorrió la cortina, miró la calle. No había nadie a esa hora, las dos o las tres de la mañana.
Fue entonces cuando Daisy A. de Liñares, abrumada por el peso de la verdad, dejó caer la cabeza entre los brazos ateridos y lloró silenciosamente, para no despertar a Liñares, la muerte del amor, anunciada por la muerte del sueño.
Una muerte que veló en secreto durante largos meses a partir de esta noche, dejándose engañar de tanto en tanto por un reflejo de ternura, por unos minutos de sopor, hasta el día en que sobrepuesta del duelo, tomó sin escandalizarse la ya cotidiana pastilla, la valija, el pasaporte, el avión de regreso a Buenos Aires.
El asombro, el dolor y las hijas, quedaron con Liñares.



de "Cuando leas esta carta", publicado en 1998 por Seix Barral. © Editorial Planeta.

martes, 13 de abril de 2010

Calor

Dijeron que en abril (en abril, aguas mil, se decía antes)el sol se instalaría sobre nuestras cabezas. Los expertos que escrutan las nubes y los vientos vaticinaron una temporada de calor inédita, infernal. No es el calentamiento global, es el sol, es la posición de la tierra, son los rayos que caerán perpendiculares, eso dijeron. No es el calentamiento, pero hace más calor. No es eso, pero una ciudad que reemplazó los guayacanes por el cemento de las altas torres que aprisionan el viento no es más fresca. ¿Cuantas emisiones dañinas emiten esos enormes aires acondicionados industriales que enfrían con temperatura glaciar las oficinas y ciertos hogares de pocos? Pero, es cierto, no es el calentamiento, es el sol. Poco le importa eso al pobre protagonista de la siguiente historia.


Víctor



Fue el calor. No cabe duda.
Víctor tuvo la oportunidad de tomar un taxi o pudo esperar en la cafetería de Tito a que fueran las cuatro de la tarde cuando la temperatura afloja un poco y empieza a soplar una suave pero sostenida brisa que anuncia el inicio del final del día. Pero no. Tenía prisa. Más bien, quiso creer que tenía prisa porque esa diligencia bien la pudo hacer cualquier otro día de la semana. Tenía tiempo. Faltaba más de una semana para el vencimiento de la cuenta y esa quincena no le había ido tan mal. Podía esperar. "Ahora vengo", le de dijo a Susana, la secretaria, y atravesó la puerta de vidrio que marcaba el límite entre el cómodo ambiente refrigerado de la oficina y la calle que hervía bajo la radiación inclemente del sol del medio día. Un viento de fuego lo recibió de inmediato y por un instante vaciló de su propósito, pero prefirió avanzar con seguridad hacia la parada de buses. Miró de reojo el colorido letrero de la cafetería de Tito y recordó que aun no había almorzado, pero aun así se dijo "mejor después", y no se detuvo. Si tan solo el impulso del hambre hubiese sido más intenso, si sus tripas le hubieran devuelto por un instante la sensatez y la serenidad. Pero eso no ocurrió. Como un asteriode que viaja de manera inexorable a estrellarse contra otro cuerpo celeste, Víctor se arrojó a los abismos del destino. Sin siquiera detenerse, se colgó del primer autobus que pasó. Iba lleno, la ensordecedora música atronaba en toda su estructura y la gente no lo dejaba pasar. Nada de eso lo disuadió de mantenerse abordo. A codazos y empujones se abrió paso entre el amontonamiento de cuerpos que compartían forzadamente el estrecho pasillo del vehículo. Impuso su humanidad en un rincón. Fue indiferente a un rodillazo que le descargaron a drede y a la herida que le propinó el furioso tacón de una dama ofendida en su dignidad por su apretada cercanía. La mochila de un obrero que salía de su turno le castigó repetidamente la nuca, especialmente en los frenazos bruscos y las arrancadas precipitadas de la avenida frecuentemente interrumpida por semáforos cuyo cambio de luces solía ser eterno. Lo primero que sintió fueron las gotas de sudor que como miles de perlas le invadieron el rostro. Solo entonces advirtió un ardor insorportable que le recorría el cuerpo entero. Pronto estuvo empapado de los pies a la cabeza. La temperatura iba en aumento y creyó seriamente que tenía fiebre. "Me va a dar gripe", pensó erroneamente mientras sentía un leve mareo que poco a poco lo estaba haciendo perder el equilibrio. Ya le sudaban las manos, y los pies, dentro de los zapatos cerrados eran una masa humeda e informe que parecía a punto de desbordarse. Entre carcajadas e imprecaciones, entre insultos al conductor y voces que coreaban a todo pulmón la estridente música que salía por los altoparlantes, Víctor sintió que se debilitaba. Supo que no podría sostenerse más en pie. Temió, más que por su salud, por la vergüenza de caer encima de los agobiados pasajeros que con seguridad no lo aceptarían de buen grado. Sin embargo, eso, precisamente, fue lo que pasó. Como en cámara lenta, vió cómo sus manos de gelatina se desasían de la barra y se precipitaban con el peso muerto de su cuerpo sobre las cabezas de los sorprendidos pasajeros. Pero en vez de sentir la aparatosa caída sobre los viajeros, notó que pasaba de largo hacia el suelo, convertido en una masa líquida que, eso sí, mojó a sus forzados compañeros de viaje, en medio de gritos despavoridos y un tumulto desordenado que obligó al bus a frenar y estrellarse contra un poste. Con un resquicio de concienca, goteando hacia la entrada del autobus, supo que todo había sido un error. Pero el calor no le permitió muchas más reflexiones. Para cuando llegó la policía, el charco de su existencia diluída ya se había evaporado.

sábado, 3 de abril de 2010

A traición

Confías en alguien. Y luego esa persona te traiciona. Viola un pacto, tácito o explícito, atenta contra tí aprovechando tu confianza, te agarra con la guardia baja, conspira y te vende, se burla y te desprecia. Vamos, no creo que sea para tanto. Pero todos conocemos, de alguna manera el amargo sabor de la traición. En el amor y en la guerra, las víctimas de esa debilidad, de esa vileza del espíritu son innumerables. Se cantan y se lloran las traiciones y se clama venganza. Por ahí va el tema de este relato. Bueno, más o menos...




El secreto





¿Por qué tenías que hablar?


Tu lo quisiste así. No puedo creer que esto esté pasando. ¿Para qué hablamos? Creí que entendías. Y ahora te sales con esto. Puta madre. No tengo remedio. No me dejas opción.

Siempre me dijiste que yo era un perdedor. Que era débil, ¿recuerdas? Que no me podía quedar callado. Te burlabas. Me amenazabas. Decías que cualquiera me podía aplastar. Yo sudaba frío y tenía miedo. Te reías. Me retabas. Yo me sentía mal, me ponía verde, sudaba frío pero no decía nada. Pensaba que, pese a todo, podía confiar en tí. ¿Para qué hablamos?, ¡coño!

Me tenías jodido con eso.




Me enteré de tu negocio.

La estaba pasando mal. Me habían despedido del trabajo la semana anterior. Fui a hablarte. Yo estaba interesado, pero tenía miedo. Sudaba frío. La piel se me empapaba. Tu desconfiabas porque pensasabas que le contaría a todo el mundo. "No sabes callarte la boca", decías con desprecio.

-Sí me le mido-, te insistí.

-Tu no vas a querer- me dijiste con tu sonrisa socarrona y medio despectiva. Me sentí humillado.

-Habla con el man. Estoy dispuesto.- te dije resuelto.

- Esta bien- dijiste y tomaste el teléfono para llamar al tipo. Hablaron.

-¿Todo bien?- Pregunté.

-Todo bien-

Habíamos sellado nuestra suerte.




El paquete no era muy grande.

-Es una muestra nada mas. Lo llevas. Lo entregas y listo

-¿nada más?-

-Nada más-

-Pero...

-¿Qué?

-No vayas a decirles que yo...

-Tranquilo. Eso no le interesa a nadie.

-¿Seguro?

-Seguro.

-¿Nadie va a enterarse?

-No, nadie.

-Es que tu sabes...

-¡Ya deja el lloriqueo!, ¿o es que te acobradaste?

-No, no es eso, es que...

-Bueno ¿entonces?

-No... pues nada-

-Entonces tranquilo. Tu concéntrate en el asunto y se acabó ¿sí?

-Ok.

-¡No vayas a sapear que se jode todo! Te conozco-

-Ok, ya pues.

Qué tonto fuí. Sudaba frío. La piel se me empapaba. La ropa estaba húmeda. Pero ya no importaba mucho.
¿Para qué hablamos, carajo?

Tu sabías de mi problema desde siempre. Yo vivía acomplejado y no lograba quitarme ese peso de encima. Eras el único que sabía. Te lo confié. Ojalá nunca hubieramos hablado.



Cuando escuché las sirenas de la policía supe que todo había acabado.

Era el lugar de la entrega. Tenían todo acordonado.

Sudaba sin parar.

Tuve apenas tiempo de saltar del carro. Algo había salido mal.

Me tiré al agua y nadé durante horas.

Luego vine a tu casa.

Estabas hecho un nudo de nervios. El tipo malo, el duro, estaba convertido en un ovillo de miedo.

-¿Qué pasó?

-Perdóname tigre-

-¡Qué has hecho!

-!Hermano, me querían joder!

-¿La policía?

-No hombre. El tipo. Quería la vaina de vuelta. Se arrepintió.

-¿Y?

-Le tuve que decir. Me iba a matar. La policía ya sabía.

-¿Qué?

-Le dije de tí

-¿Le dijiste?

-No, pero eso no...

-¡Le dijiste!

-¡Eso no, estúpido!

-¡Eres una mierda, le dijiste! ¡¡le dijiste!!


Creo que allí mismo enloquecí.

No podía ser. ¿Cómo se te había podido ocurrir?

Hubiera perdonado todo.

Que me dejaras solo con la droga. Que abortaras el negocio sin avisarme. Que mandaras a los matones tras de mí. A la policía. Cualquier cosa.
Menos eso.

Ahora todo el mundo sabrá que mis pies tienen membranas de anfibio y que duermo bajo el agua como cualquier gusarapo inmundo. Que no soy completamente humano, que soy un fenómeno asqueroso a quien nadie nunca podrá querer.

Todo por hablar.

Cuento los disparos, un, dos, tres, mientras descargo la browning .9mm. sobre tu cuerpo de traidor.