miércoles, 31 de marzo de 2010

Dos

Para empezar ayer incluí un cuento y un poema que buscan sacudirnos la comodidad. Valerio, el relato fantástico, es una alegoría a nuestra violenta indiferencia frente a los habitantes de la calle, los 'invisibles', aquellos que por su vida al límite han dejado de contar para nosotros. Totem, el poema, quiere ser una diatriba al espejo, una autocrítica dirigida contra lo que nos hace falsos.

Totem

Hemos adorado a esta cosa

cargada de enigma

enorme y sagrada

atemorizante y ridícula

vestida de farsa

con máscaras para ocultar

para vestir los miedos

para disfrazar el error

para esconder el amor

para cerrar los ojos en un día soleado

Hemos creado un ídolo

a nuestra imagen y semajanza

para encerrarnos en él

convencidos

de que nadie notará

la impostura

Valerio

Por experiencia propia Valerio sabía que el no comer aligeraba el pensamiento. Y no solo eso. También hacía que el viento soplara con mayor ímpetu y que el hormigueo de los pies fuera solo el preludio de una levedad que, de a poco, lo iría despegando del suelo. Una boca babeante y unos ojos inyectados, envueltos en el gris eterno de unos harapos flotaban entonces en el vacío viciado de ruidos que se elevaban hacia un techo de nubes sucias y compactas que le negaban la entrada al sol. Al principio sufría. La falta de alimento lo obligaba a yacer por días en el amontonamiento de trapos sucios que hace las veces de cama. El sueño venía pronto, a mitad del día, cargado de espantos. Los monstruos se materializaban en una humareda horripilante. Danzaban sobre su cuerpo, acaso muerto, acaso descarnado ya. Pero no. Aun no había llegado el final. El olor del pegamento fresco o la pintura lograban disipar un poco el violento mordisco en el vientre. Pero para poder hallar la ansiada medicina debía deambular durante horas por esas avenidas hostiles y duras en las que hay que esquivar con dominio de acróbata, los lances asesinos de los automovilistas que aceleran sus vehículos sin reparar en que algo parecido a un ser humano está cruzando la vía en ese momento. Valerio reptaba entonces por allí, con miedo y con vergüenza, con ansia y con rabia. Se apropiaba de lo que la mano pudiera arrebatar o sustraer con la habilidad quirúrgica que habían perfeccionado los años. Tomaba lo que se le pusiera a tiro. Luego consumía, devoraba, succionaba. No guardaba nada. Todo lo absrobía, lo procesaba, lo deglutía, lo descomponía, insaciable, como una bacteria. Valerio se arrastraba por entre una multitud que no lo veía pero que esquivaba su sombra, lo evitaba temerosa y asqueada, sin siquiera mirarlo, sin darle la dignidad del reconocimiento. Todos eludían cruzarse con él.
Valerio se pegaba a las paredes como una presencia viscosa, mimetizado entre los letreros de cerveza, cruzaba frente a los portones metálicos llenos de cerraduras y candados, como una sombra avanzaba entre los espacios vacíos de la realidad, se dejaba caer, rodaba y rebotaba hasta penetrar, silente, imperceptible, en su nido. Pero había días difíciles en los que la cacería urbana no producía, cuando la prevención y la paranoia se apoderaban de todos, y cada uno, atrincherado en su propia fortaleza, fija o móvil, apretaba, cerraba, guardaba con celo cada centímetro de lo que consideraba su propiedad. Días en los cuales los colmillos de los mastines se asomaban amenazantes y hambrientos por entre las rejas inexpugnables que aislan casas y edificios, y los guardias de miradas feroces y aterradas se aferraban con más ansiedad e impaciencia a sus armas. Entonces el hambre mordía más duro. Sin embargo Valerio aprendió que después de la tortura atroz de la inanición prolongada, su cuerpo se hacía ingrávido y flotaba, fluía por entre las paredes y los tejados y escapaba a otras tierras y otros tiempos. Gravitaba sobre la ciudad, se perdía por sobre los campos, sobre el mar, sobre islas y países lejanos y desconocidos. Pero invariablemente volvía a su lecho precario, a su miseria, a su cacería interminable. Sin embargo hoy la sensación ha sido más intensa. Esta tarde se ve más límpia que las otras, el cielo está más cerca, su carne está más suave. Poco a poco, sin que nadie lo note, Valerio se ha despegado del suelo, su piel se ha vuelto transparente, más que de costumbre, y los ojos y la boca que querían devorar el mundo, se han convertido en puntos luminosos, difusos y ambarinos que se van desvaneciendo en el espacio que va quedando vacío poco a poco.