martes, 13 de abril de 2010

Calor

Dijeron que en abril (en abril, aguas mil, se decía antes)el sol se instalaría sobre nuestras cabezas. Los expertos que escrutan las nubes y los vientos vaticinaron una temporada de calor inédita, infernal. No es el calentamiento global, es el sol, es la posición de la tierra, son los rayos que caerán perpendiculares, eso dijeron. No es el calentamiento, pero hace más calor. No es eso, pero una ciudad que reemplazó los guayacanes por el cemento de las altas torres que aprisionan el viento no es más fresca. ¿Cuantas emisiones dañinas emiten esos enormes aires acondicionados industriales que enfrían con temperatura glaciar las oficinas y ciertos hogares de pocos? Pero, es cierto, no es el calentamiento, es el sol. Poco le importa eso al pobre protagonista de la siguiente historia.


Víctor



Fue el calor. No cabe duda.
Víctor tuvo la oportunidad de tomar un taxi o pudo esperar en la cafetería de Tito a que fueran las cuatro de la tarde cuando la temperatura afloja un poco y empieza a soplar una suave pero sostenida brisa que anuncia el inicio del final del día. Pero no. Tenía prisa. Más bien, quiso creer que tenía prisa porque esa diligencia bien la pudo hacer cualquier otro día de la semana. Tenía tiempo. Faltaba más de una semana para el vencimiento de la cuenta y esa quincena no le había ido tan mal. Podía esperar. "Ahora vengo", le de dijo a Susana, la secretaria, y atravesó la puerta de vidrio que marcaba el límite entre el cómodo ambiente refrigerado de la oficina y la calle que hervía bajo la radiación inclemente del sol del medio día. Un viento de fuego lo recibió de inmediato y por un instante vaciló de su propósito, pero prefirió avanzar con seguridad hacia la parada de buses. Miró de reojo el colorido letrero de la cafetería de Tito y recordó que aun no había almorzado, pero aun así se dijo "mejor después", y no se detuvo. Si tan solo el impulso del hambre hubiese sido más intenso, si sus tripas le hubieran devuelto por un instante la sensatez y la serenidad. Pero eso no ocurrió. Como un asteriode que viaja de manera inexorable a estrellarse contra otro cuerpo celeste, Víctor se arrojó a los abismos del destino. Sin siquiera detenerse, se colgó del primer autobus que pasó. Iba lleno, la ensordecedora música atronaba en toda su estructura y la gente no lo dejaba pasar. Nada de eso lo disuadió de mantenerse abordo. A codazos y empujones se abrió paso entre el amontonamiento de cuerpos que compartían forzadamente el estrecho pasillo del vehículo. Impuso su humanidad en un rincón. Fue indiferente a un rodillazo que le descargaron a drede y a la herida que le propinó el furioso tacón de una dama ofendida en su dignidad por su apretada cercanía. La mochila de un obrero que salía de su turno le castigó repetidamente la nuca, especialmente en los frenazos bruscos y las arrancadas precipitadas de la avenida frecuentemente interrumpida por semáforos cuyo cambio de luces solía ser eterno. Lo primero que sintió fueron las gotas de sudor que como miles de perlas le invadieron el rostro. Solo entonces advirtió un ardor insorportable que le recorría el cuerpo entero. Pronto estuvo empapado de los pies a la cabeza. La temperatura iba en aumento y creyó seriamente que tenía fiebre. "Me va a dar gripe", pensó erroneamente mientras sentía un leve mareo que poco a poco lo estaba haciendo perder el equilibrio. Ya le sudaban las manos, y los pies, dentro de los zapatos cerrados eran una masa humeda e informe que parecía a punto de desbordarse. Entre carcajadas e imprecaciones, entre insultos al conductor y voces que coreaban a todo pulmón la estridente música que salía por los altoparlantes, Víctor sintió que se debilitaba. Supo que no podría sostenerse más en pie. Temió, más que por su salud, por la vergüenza de caer encima de los agobiados pasajeros que con seguridad no lo aceptarían de buen grado. Sin embargo, eso, precisamente, fue lo que pasó. Como en cámara lenta, vió cómo sus manos de gelatina se desasían de la barra y se precipitaban con el peso muerto de su cuerpo sobre las cabezas de los sorprendidos pasajeros. Pero en vez de sentir la aparatosa caída sobre los viajeros, notó que pasaba de largo hacia el suelo, convertido en una masa líquida que, eso sí, mojó a sus forzados compañeros de viaje, en medio de gritos despavoridos y un tumulto desordenado que obligó al bus a frenar y estrellarse contra un poste. Con un resquicio de concienca, goteando hacia la entrada del autobus, supo que todo había sido un error. Pero el calor no le permitió muchas más reflexiones. Para cuando llegó la policía, el charco de su existencia diluída ya se había evaporado.

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