jueves, 22 de julio de 2010

Las apariencias

¿Qué son las apariencias? ¿un engaño de los sentidos? ¿ el torvo reflejo de nuestros prejuicios proyectado sobre la realidad que captamos? ¿un ardid de alguien que quiere algo de nosotros? ¿una máscara social? Las apariencias nos pueden confundir. Nos pueden hacer perder de vista lo absurdo o lo asombroso que está a punto de suceder a nuestro alrededor.


El volador


"¡Déjenme!, ¡déjenme!" , gritaba el hombre mientras los guardias intentaban asirlo por el cuello. "¡Déjenme!", insistía mientras forcejeaba con una fuerza que no se correspondía con su edad aparente. Tenía el rostro surcado por arrugas profundas, la piel se veía áspera y sucia y los ojos, hundidos en unas cuencas huesudas, minerales, le conferían una expresión sombría.De la cabeza pálida como un hueso, le nacían irregulares y largos mechones de pelo blanco. Vestía un ruinoso gabán de corduroy y un pantalón de dril gastado por el uso y el tiempo. Los pies cargaban unas cosas oscuras que bien podrían ser botas pesadas o zapatos de trabajo, indistinguibles bajo la costra de mugre y lodo que los cubría.Una inmensa joroba crecía en su espalda deformando su cuerpo de manera grotesca. Tres guardias fornidos y rudos, curtidos en el combate urbano, no podían vencer la resistencia del aparentemente frágil viejecillo que prácticamente los arrastraba por las calles del barrio bajo la mirada silenciosa de los vecinos que observaban la escena con una mezcla de asombro, indignación y burla. Los guardias habían encontrado al abuelo en una esquina, de madrugada, haciendo unos movimientos muy raros. Creyeron que estaba borracho y lo conminaron a acompañarlos hasta la estación de policía para averiguaciones sobre sus generales y para que pasara la resaca en un lugar menos inseguro. Pero él no quiso ir. "¡Ya verán! ¡ya verán!", les decía el anciano con furia mientras los uniformados intentaban retomar el control de la situación. Los tres mocetones sudaban y jadeaban mientras trataban, en vano, reducir al viejo. Altas nubes grises se alzaban en un día sin sol. Mas allá de la última calle del vecindario se extendían los amplios baldíos que marcaban el límite de la ciudad. Algunas vacas pastaban parsimoniosas e indiferentes un poco más allá. De repente, el anciano se les zafó de las manos a los guardias y salió corriendo. Antes de que pudieran agarrarlo otra vez, el viejo se despojó del gabán, desplegó unas enormes alas blancuzcas y sucias y remontó el vuelo. Desde el aire, escupía maldiciones.

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